En los pasillos enmohecidos con
humedades pútridas por decenios, reverbera un clamor ahogado: el grito de
antiguos prisioneros que jamás encontraremos.
Son aquellos abandonados bajo
lápidas sin nombres, donde sus huesos fueron mezclados.
Recorro ciento trece pasos… y
digo pasos porque solo así puedo medirlo.
Al estar amordazado y vendado de
los ojos, ni el sol me calienta lo suficiente para saber en qué dirección me
llevan. Solo tirones del brazo o culatazos en la cabeza y espalda aminoran la
monotonía en cada traslado.
Las piedras desnudas acarician
mis plantas pretendiendo brindarme el contacto con un algo que me aleja de una
nada.
Ya entre las paredes de reclusión
se puede sentir la vibración perpetua que nos quita el último vestigio de
fuerza. Y que, sin embargo, interpretamos como sosiego para las almas.
Sabemos que no viviremos lo
suficiente para ser testigos de tantas y tantos caídos… abandonados en las
fosas.
No obstante, se escucha desde las
piedras:
Somos hijos de los versadores,
de aquellos que son inmortales… en
ti.
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